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Traición

Tras más de cuatro meses, he creído que podía volver a insuflar aire a este blog con esta historia de Hernán Casciari, Orsai, sobre un sentimiento antiguo y arraigado de los seres humanos.

No es que la haya elegido por nada especial, simplemente me encantó cuando la leí y me identifiqué muchísimo con la historia de los Reyes Magos. Espero que os guste, y os recomiendo mucho el blog de Hernán, Orsai, y su blog en ElPaís.com sobre series de TV, Espoiler.

PD: Sirva este post, por cierto, como enésima solución de continuidad. Los que me seguís de cerca sabéis que hubo cambios en mi vida recientemente, pero eso es otra historia y merece ser contada en otra ocasión.

El tajo de un cuchillo en el abdomen

Raquel no era peligrosa, más bien una excentricidad del barrio, pero Chichita se ponía en alerta máxima —¡Hernán, metéte para adentro!— cuando la loca se acercaba demasiado. Sus rarezas eran dos: iba vestida de maestra cuando no lo era, y se desvestía en la calle para ponerse el guardapolvos del colegio. Por lo demás, la Loca Raquel era inofensiva y mi madre sólo me resguardaba por temor a que yo pudiera verla sin ropa. Me resguardó bastante mal, pienso ahora, porque fue la primera mujer desnuda que vi en la vida.

Yo tenía cinco años y esperaba en la vereda a que Roberto sacara el auto del garage para llevarme al Jardín. Hacía un frío con escarcha, pero Raquel se puso atrás de un árbol y se quitó el vestido por la cabeza, de un solo movimiento, como si fuera una tarde de verano. El momento fue intenso y memorable. Me quedé hipnotizado viéndole las tetas caídas, el matorral esponjoso, las estrías, los brazos blancos como la leche. Pero no fue la palidez del secreto lo que me impresionó.

—¡Hernán, metéte para adentro!

Yo miraba otra cosa en el cuerpo de la mujer cuando Chichita se acercó a la Loca y la espantó como si fuese un perro, es decir, diciendo tres o cuatro veces la palabra juira y haciendo ondular un repasador. Era otra cosa lo que me dejó boquiabierto. Más tarde, en el coche, Chichita me preguntó qué había visto y yo le dije que nada.

—Nada cómo.

—No vi nada, mamá.

Pero no era cierto. Yo había visto algo en la Loca Raquel. Lo único que me llamó la atención de su cuerpo, lo que sigue en mi memoria después de treinta años, fue la tremenda cicatriz de una cesárea que le partía la barriga en dos mitades.

Al rato escuché, sin querer, una conversación entre mis padres sobre la Loca Raquel. Chichita le decía a Roberto:

—La pobre mujer está así porque el marido la traicionó —y yo entendí que hablaban sobre aquella herida horrible. Y por eso, desde aquella mañana, la palabra traición significó, para mí, un tajo de cuchillo en el abdomen.

No era la primera vez que entendía mal las palabras. De chico yo tenía dos enormes desperfectos: uno, era muy autosuficiente, y dos, me gustaba oír a los adultos cuando susurraban. A raíz de esta mala mezcla siempre confundí todas las cosas. Me gustaba saltar al vacío de las definiciones sin saber si abajo había agua. Por orgullo supongo, y también por vanidad, sospechaba significados rocambolescos y los daba por buenos. También creí, durante años, que el orgasmo era un pianito eléctrico que mi tía Luisa no había tenido nunca.

Estos errores, casi siempre, se desvanecían gracias a un sopapo no esperado. El problema de las palabras malentendidas no estaba en acuñar un falso significado, sino en utilizarlas en una frase cualquiera, días o meses más tarde. Por ejemplo, en la vidriera de una casa de música:

—¿Querés o no querés que te compre el acordeón a piano?

—No, mamá. Me gustaría tener un orgasmo.

¡Zácate!

Y cuando no era una cachetada era todavía peor, porque entonces mi familia me confundía con un poeta temprano, con una especie de prodigio de las palabras:

—Decile a la abuela que venga al comedor a ver lo que se puso Mirtha.

—Ahora no puede, está traicionando a un chancho.

Con el tiempo, la escuela primaria y los diccionarios Sopena me descubrieron el verdadero significado de algunas palabras complicadas. Pero en otros asuntos yo seguía siendo muy ingenuo. Los chicos curiosos somos desordenados en la prioridad de los descubrimientos. Es posible que conozcamos los nombres y la ubicación de todos los dientes, pero al mismo tiempo creamos en el ratón invisible que nos pone un billete bajo la almohada.

A los nueve años yo ya conocía algunas definiciones estrafalarias pero, qué paradoja, aún no sabía que los Reyes Magos eran Roberto y Chichita. Sospechaba que había gato encerrado, un trasfondo secreto, pero no lograba entender el qué. Era imposible que tres personas subidas a tres camellos pudieran entregar miles de regalos al mismo tiempo en Mercedes, San Isidro y Mar del Plata (mis únicas ciudades conocidas), pero también eran imposibles muchas otras cuestiones.

Una cosa es comprender, por ejemplo, qué dice el diccionario sobre el vocablo traición, y otra cosa mucho más pedagógica es sentir cada letra en la nuca. Cuando Diego Caprio, en el recreo, me contó la verdad sobre los Reyes, sentí el peso multiplicado de la palabra. No me sentí traicionado una, sino siete veces. Mis padres me habían engañado año tras año, desde el ‘73 a la fecha, como si yo fuese una paloma muerta que los caminantes pisan y pisan y pisan durante una marcha por los derechos del animal.

Si los Reyes no existían, ¿qué fueron entonces aquellas noches en vela? Recuperé en mi cabeza imágenes felices que, de repente, se convertían en humillaciones del pasado: mi papá llevándome a la quinta a buscar pasto y agua, mi mamá fingiendo sorpresa al verme abrir un paquete que ella misma había envuelto, ambos diciendo haber oído las pisadas de los camellos; todos, absolutamente todos los veranos de enero habían sido una mentira.

La traición es un terremoto en los cimientos del pasado, una segunda versión de tu propia historia que desconocías y que alguien (el traidor) ha modificado para que sientas vergüenza y te conviertas en un imbécil en diferido. La traición nunca ocurre ahora, en el momento, sino antes. Las manchas del recuerdo en la alfombra son quienes te señalan la ofensa. Si no tuviéramos memoria nadie podría sernos infiel, ni desleal, ni traicionarnos.

Un chico que descubre la profundidad de la traición se queda, de golpe, solo en medio de una casa llena de juguetes sin pilas. Si los Reyes, que eran algo trascendental, no existen, entonces puede que no existan muchas otras cosas. La traición nunca viene sola: la escoltan, bravuconas y serviles, la sospecha y la incredulidad. ¿Seré adoptado? ¿Mi abuela también serán los padres? ¿Existe Mario Alberto Kempes, Dios, el carnicero Antonio, las milanesas con papas? ¿Cuánto más me han engañado y han reído a mis espaldas?

Yo cantaba tangos a los gritos. Yo decía “arácnido en tu pelo” en El Día Que Me Quieras; y decía “el pintor escobroche” en la segunda estrofa de Siga el Corso. Cuando supe que esas letras no eran tales, que eran otras, tuve vergüenza de mi pasado cantor, de todas las veces que los grandes me habían oído desafinar y habían reído a mi costa sin marcar nunca el error, para poder seguir riendo en el futuro. ¿Cuántas veces me quedé esperando insomne en la noche, para oír las pisadas de los camellos en el patio, y ellos también reían?

La traición siempre es un descubrimiento tardío, pero es la infancia donde ocurre por primera vez. Las demás traiciones de la vida solamente son ecos de una primera. El cornudo que descubre a la mujer en la cama con otro se duele, antes que nada, de su infancia dolorida, de los pequeños detalles del pasado, y no tanto por el delito que ve con sus ojos. Lo monstruoso del engaño es que el ayer se derrumba —sí, también el futuro, pero no está allí el epicentro del dolor—; se derrumba lo que creíamos blanco, se ensucia en la memoria, y nos sentimos estúpidos en el ayer, pobres diablos en la percepción del otro, que reía y nos veía reír, que juraba haber oído los pasos de unos camellos o juraba llegar tarde del trabajo cuando en realidad regresaba de un hotel.

No, yo no estaba equivocado a los cinco años, pensé ahora que ya tenía nueve: la traición sí es el tajo de un cuchillo en el abdomen, una puñalada que puede volverte loco como a la Loca Raquel, y dejarte desnudo para siempre atrás de un árbol.

© Hernán Casciari